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Hablar de economía exige hablar de pobreza al igual que en política se debe reconocer que existe corrupción. En mayor o menor grado, la opinión pública trae a colación estos tándemes de la realidad nacional, pero cuando se piensa en la justicia, no se tienen en cuenta ni la pobreza ni la corrupción presentes en su administración cotidiana.

 

En principio, la administración de justicia debe ser garante de estabilidad: ante el incumplimiento de una regla, existe claridad respecto a la sanción o castigo. En esa dirección se inscriben las instituciones inclusivas que el libro Why Nations Fail? (Acemoglu y Robinson, 2012) propone como condiciones del desempeño económico de una sociedad. No obstante, la justicia colombiana ofrece un escenario contraintuitivo: ante el incumplimiento de una regla la sanción es incierta. La condena a un sindicado es algo similar a un juego de azar: defensoría, fiscalía y juzgado imprimen variables indeterminadas y el resultado es aleatorio. Sea un caso reconocido -Colmenares, Arias, Domínguez- o no, la justicia queda sometida al vaivén del valor de los honorarios, impacto mediático, testigos a sueldo, afanes administrativos para demostrar eficacia, caprichos e irresponsabilidades de abogados desapegados al derecho. Todo lo cual recrea un escenario circense, inconcebible en una sociedad que se supone defensora de valores democráticos.

 

En La idea de la justicia, Amartya Sen (2010) llama la atención respecto a los materiales de la justicia -pone el bello ejemplo de la distribución justa de la flauta- con el fin de ilustrar diferentes posturas filosóficas como fundamentos teóricos de la aplicación y búsqueda de la justicia. El gran reto que tenemos enfrente es justamente prestar más atención a los materiales de la justicia colombiana, quizá contamos con muy buena jurisprudencia que funciona bien en el terreno de las ideas pero su puesta en práctica toma los caminos trazados por la corrupción de un sector minoritario pero muy poderoso de abogados e intermediarios.

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