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Las mañanas eran frías. El viento pegaba fuerte en las mejillas y las hojas de los árboles se veían aún húmedas, acariciadas por el rocío matutino que presagiaba, algunas veces, un día soleado, en medio del ambiente sabanero, o una llovizna triste y persistente que, con el frío, penetraba hasta los huesos.

Llegué a la universidad de La Sabana acogido por quienes me extendiron su mano para procurar mi alivio en medio de las dificultades. Eso fue un gran paleativo para los dolores que me aquejaban, tanto en el alma como en el cuerpo.

Dentro de un paisaje lleno de flores y árboles que decoraban todos los rincones de la universidad, el alma parecía encontrar calma en medio de las dificultades.

Los senderos eran muchos, en un campus que aún no tenía la astronómica inversión en edificios que posteriormente mostraría y que, como un ejemplo experimental de modernidad, atentaría contra esta maravillosa vista de verdor y naturaleza que nada lo obstruía y, más bien, adornaban unas construcciones modernas, de no más de dos pisos, con vistosos ladrillos ornamentalmente colocados y cubiertos por tejas de barro, producto del buen gusto de quien fue propietario de estas tierras, el arquitecto René Caballero, que construyó, inicialmente allí, la casa paterna y otras dos para sus hijas recientemente casadas.

El complejo de vivienda, de ambiente sabanero, combinaba muy bien con el paisaje y la topografía del lugar que era cruzado por un canal de aguas que, a modo de un río, recorría lenta y perezosamente su sendero, entre sauces de esplendoroso verdor, buena parte de las tierras de la universidad, donde las garzas se posaban en sus orillas para contemplar este maravilloso espectáculo de la naturaleza.

Con profundo respeto por este paisaje, se habían desarrollado construcciones similares que armonizaban muy bien y constituían las sedes de las diversas facultades que se iban desarrollando en la universidad. Así se conformó un campus por el que se hizo famosa, antes de alcanzar el prestigio académico y de investigación que hoy tiene y que la destaca como una de las universidades más importantes de Colombia.

Las casas originales fueron respetadas como patrimonio arquitectónico y sirvieron para ubicar las instalaciones de la casa de gobierno y las zonas de administración. La plazoleta central se complementó con un oratorio precioso que, por la paz que se respiraba en el lugar, ponía todas las condiciones para elevar el espíritu en comunicación plena con Dios.

Mi mente, cuando llegaba a la preciosa plazoleta, frente a donde se encontraba la casa de gobierno de la universidad, se remontaba a mis recuerdos de una juventud vivida 30 años antes en estos muy agradables lugares que, bucólicamente, compartimos con las hijas de René y sus jóvenes esposos, mis compañeros de universidad, Jairo y Fernando, a quienes María Clemencia —mi esposa— y yo, considerábamos como muy afortunados, por la forma de vida que habían alcanzado, gracias a la generosidad de René que no midió las consecuencias de darles tanto y en tampoco tiempo a unos muchachos que apenas empezaban a vivir sus vidas independientes.

El terreno era una gran extensión de la naturaleza que colindaba  con el rio Bogotá y que, en algunos lugares, en los tiempos de invierno, era inundado por sus aguas, que se salian de curso, pero sin llegar a afectar las viviendas de la familia ni las espectaculares caballerizas que, en su parte suprerior, tenían un salón de juegos que, con regularidad, disfrutábamos con varios amigos con los que compatíamos tan amenos momentos.

Esa era la vida que compartiamos entre parejas de jóvenes recién casados que apenas empezabamos a prepararnos para enfrentar los retos que, a cada uno, nos propondria el futuro.

Por ahora, mi llegada a la universidad de La Sabana, obedecía a mi necesidad de seguir mi reencuentro cotidiano con Dios que, dentro del maravilloso oratorio que allí se encontraba, me brindaba el espacio adecuado para orar y pedir a Él por mi recuperación física y económica que tanto necesitaba.

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