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Hace como tres semanas compré “Genio y Tinta”, un libro póstumo de ensayos hechos por ti, Virginia Woolf. No había forma de decepcionarme, ya esa compra era un tiro fijo. Me decepcioné un poco porque en este libro había unos ensayos que ya tenía en otro compilado, en el fabuloso “Horas en una biblioteca”. Nada es perfecto, sin embargo aquí leí un ensayo llamado “Releer novelas”. Una pequeña maravilla como todo lo tuyo, Virginia. Me encantaría haberte visto, con tu mirada depresiva hacia el infinito, me hubiera encantado hacer eso, aunque estoy seguro que si eso hubiera ocurrido precisamente la magia ya no existiría. La mayoría de las cosas mágicas son mágicas precisamente porque son inalcanzables.

Bueno, ese ensayo habla acerca del acto de leer novelas y, más exactamente, el de releer novelas. ¿Quién de ustedes relee? Personalmente yo no me releo un libro nunca, nunca lo he hecho; es más, así como con las películas, me parece inoficioso, a no ser que lo abra, lo vuelva a oler, mire los apuntes y lea por ahí cosas puntuales. Eso sí que lo hago. Ahí Virginia menciona lo siguiente: “el libro en sí no es una forma que se ve, sino una emoción que se siente”. Es cierto, son hermosos y producen mil sentimientos y opino yo, ahí sí yo solamente, que todos los libros hay que terminarlos. Mi postulado irrefutable es que si uno empieza un libro, sí o sí debe acabarlo. Uno no sabe cuándo podrá encontrar alguna sorpresa, alguna emoción.

Oigo hace poco gente que dice lo siguiente: “llevo tantas páginas y el libro no me ha atrapado, tal vez le falta algo de profundidad o de estructura, yo lo hubiera pulido más, mejor lo dejo ahí” o exabruptos como “leí tres capítulos y no sé qué vaya a ocurrir con el protagonista, pero no quiero continuar”. Es como negarse a conocer una persona porque el día en que se conocieron estaba con un peinado feo, con mal aliento o de pronto no en sus peores días: imaginen que la gente pensara lo mismo, imaginen que alguien dijera “no sé, creo yo que a esa persona le falta pulirse, mejor cuando se pula en dos años ahí sí me digno a conocerla”. Seguramente se podría estar perdiendo de algo que no se verá sino al final.

Si yo hubiera aplicado lo anterior, no hubiera podido maravillarme con el final, absurdamente magnánimo, de El Amante Japonés de Isabel Allende; o, qué tal, si no hubiera leído Ulises de mi hermoso James Joyce al final, qué tal que hubiera desistido de esta obra, no me hubiera maravillado con el monólogo sin puntuaciones de la esposa “sí y su corazón golpeaba loco y sí yo dije quiero sí”. Le doy gracias a Dios por la manía de terminar todo lo que acabo. O el triste final de Anna Karenina, o todas las sagas de Carlos Ruiz o los de Thomas Mann, todo importa, al final de los libros podemos encontrar las mejores frases, así como al final de una fiesta, cuando ya están prendiendo las luces y solo hay tres gatos, es ahí cuando puede uno encontrar al amor de la vida.

Si no tuviera la manía de acabarme el 100% de los libros, no hubiera leído la maravilla de disertación de Balzac sobre las letras de cambio en «Las ilusiones perdidas» ni hubiera aprendido que hay una cuenta que se llama cuenta de resaca, que no tiene nada que ver con el guayabo sino con un tipo de negociación. Querer acabar todo hace que todo fluya, que todo explote.

Incluso podemos ver cómo un libro al principio tenía tal estilo, luego al final cambia. Si no valoramos el esfuerzo del escritor, dejaríamos todo tirado ahí, pero la obra y el sabor de un plato se logra cuando ya se mezclan todos los ingredientes. El metabolismo demanda un orden y exige acabarse el plato, exige tomarse toda la sopita. La paciencia, la curiosidad y las ganas de aprender son las que llevan a descubrir tesoros, frases y sorpresas. Qué triste dejar lecturas por solo un par de argumentos.

Gracias, Virginia, siempre. Ahora que lo pienso, mejor que no te conocí y así tengo tu imagen vívida y perfecta.

 

 

 

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